martes, febrero 26, 2008

Otro día en el paraíso.

Estoy leyendo (aún no lo he terminado) el último libro editado en castellano por Mondadori de Philip Roth Sale el espectro.
Leer a Roth es como adentrarse en la vida misma. Su escritura es tan poderosa, tan potente que empezar a leer uno de sus libros es como iniciar una de tus jornadas diarias habituales. Es esa naturalidad, esa facilidad a la hora de sumergirte en su creación la que evidencia la capacidad del sabio escritor. Leer un libro de Roth es vivirlo, vivirte. Establece puentes de contacto con la experiencia vital del lector y con su registro de una manera automática; desde ola primera frase, desde la primera letra. Esa habilidad para verte reflejado en su alter ego Nathan Zuckermann sólo lo consiguen los mejores y Roth es sin duda uno de ellos en el panorama de la literatura norteamericana contemporánea.
Pero además el autor se atreve con debates milenarios ante los que se posiciona de forma clara y rotunda (es decir políticamente incorrecta). La pregunta central que se formula es ¿hay algo más real que la literatura? Roth toma postura: la respuesta es no, la literatura, la buena literatura es más real que la propia realidad misma. El a priori de que la literatura refleja algo que está ahí fuera y o bien (en otra modalidad) incide sobre ella para transformarla, es falso. Y ahí es donde Roth consigue la maestría de un estilo gracias al cual engarza perfectamente dos planos distintos situando el literario como prolongación complementaria y más perfecta del real, del vivido que queda finalmente como una apostilla, una impostura un tanto artificial de la que podemos prescindir ya que no encierra nada significativo. Una cosa es lo que el dice que vive y otra cosa lo que el dice que crea sobre lo que vive que es más real que lo vivido. Este juego de espejos no encierra la típica trampa postmodernista (de la que tan bien servidos estamos en nuestras latitudes tan dadas a sumarse al carro de lo más nuevo si viene de fuera) en la que al final es autor desaparece y con ello la posibilidad de asumir alguna responsabilidad ante el lector. No se trata de un ejercicio imposible de sombras chinescas sino de un esfuerzo loable de honestidad intelectual como hacía mucho que no me encontraba. Y lo segundo que me ha resultado memorable del libro apuntado es la sabiduría del autor a la hora de situar el “tiempo corto” en palabras de Braudel, la inmediatez de nuestras vidas, las cuitas, la “pelea de gallos” en la que se convierte nuestro azaroso devenir cotidiano dándole un valor mínimo en comparación con otros grandes “regalos” que Zuckerman encuentra en su retiro entre las montañas dedicado SOLAMENTE a escribir, a leer, a pasear y sumergirse en un estanque. Nada más, nada menos. No se trata del “Beatus Ille”. No se trata de la tradición filosófica del buen salvaje. Hablamos de libertad, de un ejercicio profundo de libertad en la que una persona elige no participar de todo eso, no ser parte de ese decorado monumental del miedo que se alza en la ciudad de New York tras el 11-S.
Hay una escena grandiosa que describe Zuckerman a su legada a esta ciudad tras 11 años de retiro refiriéndose a la absurda visión de miles de personas hablando por el móvil solas por la calle. Se pregunta ¿qué tienen que decirse tantas personas a la vez en el mismo espacio? ¿es una forma de ganar libertad o de perderla? Podríamos aplicar el mismo argumento a internet o a la televisión. No hablamos de tecnofobia sino de otra cosa. Todo esto me recuerda a la anécdota de Josep Pla cuando llega a la ciudad de los rascacielos por la noche y le pregunta a su acompañante preocupado “Y esto ¿quién lo paga?”. Es pues una cuestión de escalas, de posicionarse ante el fenómeno de haber creado ámbitos desde la desmesura y por ello mismo inhumanas (ciudades, profesiones, necesidades, futuros, relaciones, herencias). ¿Cuáles son pues nuestras opciones vitales? y sobre ellas ¿cómo podemos elegir sobre el tablero que se no es dado, que además presenta formas y reglas cambiantes? Con la lectura de este libro he sentido claramente algo que para mi es la prueba del nueve a la hora de clasificar mis lecturas entre prescindibles e imprescindibles. La obra me elige y de alguna forma me “crea” con lo que me dice y con la forma en la que me lo dice. Os invito a probarlo, no os defraudará. La buena literatura se adentra en unos terrenos a los que no llegan ni la ciencia, ni la tecnología, ni incluso la historia o la filosofía (sí las religiones o el arte). Sale el espectro es un buen ejemplo de todo ello y por eso hay que celebrarlo.